¿Qué decir de la Iglesia Católica, hoy, con tanto escándalo?
Lo que decimos de la Iglesia Católica lo podemos hacer extensible a toda Iglesia que se considere cristiana.
Hoy la Iglesia vive momentos de tormenta. Algunos botones de muestra: la renuncia del episcopado chileno, el caso del cardenal Theodore McCarrick y otros cardenales y obispos, el informe del gran jurado de Pensilvania (EE.UU.), declaraciones de distintos episcopados de Alemania, Francia, etc, la bomba del documento de el ex-nuncio en Washington Carlo Maria Viganò, las declaraciones de obispos y cardenales cuestionando la postura magisterial del Papa Francisco…
Parece que la Iglesia se apaga y muere la vida de las comunidades. Y esto en distintas zonas del Planeta Tierra. Desaparece la asistencia al culto eucarístico. En Francia, en los países escandinavos y en tantos lugares de la tierra; en Islandia el 0% de los menores de 25 años no cree en Dios. Son algunos botones de muestra.
Existe una situación de confusión y sospecha. Y los motivos para esa situación son claros. Hay como un rechazo a pertenecer a la Iglesia.
En la reciente carta del papa Francisco (20 agosto 2018) se reconocen determinados conductas como “atrocidades cometidas por personas consagradas”, en referencia a abusos sexuales cometidos en un clima de poder y de conciencia. Conductas en clara contradicción con lo que pide el Evangelio: “… Dios tiene siempre misericordia de quienes le honran. Actuó con todo su poder: deshizo los planes de los orgullosos, derribó a los reyes de sus tronos y puso en alto a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos despidió a los ricos con las manos vacías…” (Lc. 1,50-53).
«¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!”
Es preciso generar una cultura que haga imposible esas conductas. Si en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y futura. Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción. Sufrir con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).
“Tolerancia cero” y rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen o encubran estos delitos. Ello garantizará una cultura del cuidado en el presente y en el futuro. Una transformación exige la conversión personal y comunitaria.
No podemos suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas élites al Pueblo de Dios. De lo contrario, construiremos comunidades, planes, avances teológicos, espiritualidades y estructurales sin raíces, sin memoria, sin rostro, sin cuerpo, en definitiva, sin vida.
Superar esta forma anti-evangélica de entender la autoridad en la Iglesia —tan común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia— como es el clericalismo. El clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo, dice el Papa Francisco. Es necesaria la participación activa de todos los miembros de la Iglesia, elaborando acciones que generen dinamismos en sintonía con el Evangelio.
Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y nos permite abrirnos y comprometernos más con el presente en un camino de renovada conversión.
“…¡Perdonemos y pidamos perdón! A la vez que alabamos a Dios, que, en su amor misericordioso, ha suscitado en la Iglesia una cosecha maravillosa de santidad, de celo misionero y de entrega total a Cristo y al prójimo, no podemos menos de reconocer las infidelidades al Evangelio que han cometido algunos de nuestros hermanos, especialmente durante el segundo milenio. Pidamos perdón por las divisiones que han surgido entre los cristianos, por el uso de la violencia que algunos de ellos hicieron al servicio de la verdad, y por las actitudes de desconfianza y hostilidad adoptadas a veces con respecto a los seguidores de otras religiones….” (1)
Queremos una Iglesia que mire constantemente a Jesucristo. No una Iglesia que se preocupa de la eficacia. La conversión personal debe pasar a un primer plano y el pensar en una organización que se puede transformar a un segundo interés.
No esperar en primer lugar el cambio de las estructuras, sino el cambio personal.
Muchos -y aquí está el error- se plantean la realidad de la Iglesia en términos de organización y así la Iglesia queda reducida a una realidad institucional fría a una ONG más.
Y así los “límites entre la interpretación y la negación de las verdades principales se hacen cada vez más difíciles de reconocer” (Ratzinger). La Iglesia con ese conjunto de debilidades humanas, en la que no ha faltado ningún escándalo... no aparece como el signo que invita a la fe, sino precisamente como el obstáculo principal para su aceptación”.
Y la Iglesia no es en el fondo nuestra sino «Suya». Es decir, es la Iglesia la que, no obstante todas las debilidades humanas existentes en ella, nos da a Jesucristo; solamente por medio de ella puedo yo recibirlo como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora. Por eso, "quien desea la presencia de Cristo en la humanidad, no la puede encontrar contra la Iglesia, sino solamente en ella”. Esta fe o es eclesial o no es tal fe. Así como no se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe por iniciativa propia o invención, sino sólo si existe alguien que me comunica esta capacidad, que no está en mi poder, sino que me precede y me trasciende.
Si Jesús no fue un ser superior al hombre, "yo me encontraría al arbitrio de mis reconstrucciones mentales y Él no sería nada más que un gran fundador, que se hace presente a través de un pensamiento renovado. Si en cambio Jesús es algo más, Él no depende de mis reconstrucciones mentales, sino que su poder es válido todavía hoy”, decía Ratzinger.
“¿Qué sería el mundo sin Cristo, sin un Dios que habla y se manifiesta, que conoce al hombre y a quien el hombre puede conocer?”
La fe se realiza en la Iglesia, nunca contra ella.
El gran ideal de nuestro tiempo es una sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la injusticia. Pero es un error pensar que se puede llegar a ser hombres sin el dominio de sí, sin la paciencia de la renuncia y la fatiga de la superación, que no es necesario el sacrificio de mantener los compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la tensión entre lo que se debería ser y lo que efectivamente se es". Pero "en realidad, el hombre no es salvado sino a través de la cruz y la aceptación de los propios sufrimientos y de los sufrimientos del mundo, que encuentran su sentido liberador en la pasión de Dios. Solamente así el hombre llegará a ser libre. Todas las demás ofertas están destinadas al fracaso".
Hay que decir la verdad. La verdad nos hace libres. La verdad puede ser oscurecida y pisoteada pero nunca destruida. Y la verdad es que la Iglesia no se reduce a sus debilidades, sino que, "junto a la historia de los escándalos, existe también la de la fe fuerte e intrépida, que ha dado sus frutos a través de todos los siglos en grandes figuras, en los santos”.
Hoy se pueden encontrar personas que son un testimonio viviente de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es una vergüenza ser y permanecer cristianos en virtud de estos hombres que, viviendo un cristianismo auténtico, nos lo hacen digno de fe y de amor. Estas personas son una prueba viviente de la presencia de Dios. La belleza es el resplandor de la verdad, ha afirmado Tomás de Aquino. Hoy como ayer otras personas, amamos a la Iglesia. La amamos, y por eso queremos limpiarla de nuestras miserias. Para cambiar en sentido positivo a una persona hay que amarla, transformándola lentamente de lo que es en lo que puede ser.
(1) Homilía de Juan Pablo II, 12 de marzo de 2000, en la jornada del perdón del año santo 2000


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